sábado, 26 de abril de 2014

Claire Mouradian, profesora de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en París

“El genocidio es un problema actual”

Hoy se cumplen 99 años del exterminio del pueblo armenio a manos de las autoridades otomanas, que comenzó en 1915 y que terminó con la vida de un millón y medio de personas. La experta explica por qué algunos países no lo reconocen. 

( Página12,   24-04-2014)


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“El no reconocimiento del genocidio armenio está relacionado con intereses económicos.”
Existen grupos de extrema derecha en Turquía que quisieran exterminar a los armenios que quedan. Así lo aseguró Claire Mouradian, profesora de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en París y experta en el genocidio armenio. “Todavía quedan grupos que dicen abiertamente que el trabajo no fue terminado. El genocidio no es sólo un problema del pasado, es un problema actual. Hay países, como Estados Unidos, que no quieren confrontar con Turquía”, sostuvo. Como cada 24 de abril, hoy se conmemora en todo el mundo un nuevo aniversario del exterminio del pueblo armenio a manos de las autoridades otomanas, que comenzó en 1915 y que terminó con la vida de un millón y medio de personas. “El no reconocimiento del genocidio armenio está relacionado con intereses económicos y estratégicos. Turquía es miembro de la OTAN, es un actor clave en la región”, explicó Mouradian sobre el hecho de que pocos países reconozcan el plan sistemático de aniquilación física y cultural de los armenios entre 1915 y 1923.
Estados como Argentina, Chile, Rusia y Canadá reconocen el genocidio armenio. Sin embargo, otros como Alemania, Estados Unidos, España e Israel no han tenido hasta la fecha un pronunciamiento concreto. El caso más llamativo es el del Estado judío, creado tras el Holocausto. “Hay israelíes que están luchando por el reconocimiento del genocidio armenio. De hecho, los primeros en prestar atención al genocidio armenio fueron los judíos, dentro y fuera del imperio otomano. Pero el Estado de Israel no lo reconoce, porque su posición en Medio Oriente es complicada y existen intereses comunes con Turquía. Esto no significa que los israelíes, o algunos israelíes no lo reconozcan. No todo es blanco y negro. Lo mismo pasa en Turquía”, destacó Mouradian. “No condeno a las generaciones jóvenes, porque en los libros escolares está escrito lo que el Estado quiere que aprendan. Pero muchos saben lo que pasó. Quedan iglesias armenias. En épocas del imperio, había casi dos millones y medio de armenios. Estaban en las principales ciudades del imperio. Ahora hay más información, más debate”, agregó.
Mouradian, que participó este mes del Congreso Internacional sobre Genocidio Armenio organizado por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, señaló que Turquía debe asumir su responsabilidad ante lo ocurrido. “Los turcos les quitaron todo a los armenios y deberían devolverles todo. Casas, bienes, iglesias, cuentas bancarias. En el tratado de Sèvres de 1920, cuando se hizo una repartición del imperio otomano y se crearon nuevos estados, se condenaron los crímenes de guerra y se elaboró una lista de reparación. Era una lista precisa. Los herederos del imperio otomano no quieren hacerse cargo de esas deudas”, aseveró, y dijo que Turquía no quiere aceptar este legado por una cuestión económica y de imagen. “Aceptarlo implica reconocer cómo fue construida Turquía. Les hicieron creer a los turcos que están allí desde siempre y que los armenios nunca existieron. Eso es negacionismo puro”, añadió.
El genocidio armenio, en plena guerra mundial, respondió a un intento por reconfigurar un imperio en decadencia, según Mouradian. “Hubieron distintos intentos de salvar al imperio otomano, que estaba el declive. El primer intento era darles iguales derechos a quienes vivían en el imperio. Hubo algunos cambios en la Constitución para reconocer los mismos derechos a musulmanes y no musulmanes. Finalmente no prosperó y el imperio seguía desintegrándose. Se decidió aplicar la islamización y a eso le siguió la creación de una nueva nación: Turquía. Había armenios, búlgaros, kurdos, albaneses y árabes. Se trataba de una creación artificial. Entonces decidieron turquizar a los no musulmanes”, contó. Los armenios eran considerados el componente más peligroso dentro del imperio porque –según la experta– eran cristianos y tenía contacto con los rusos a través de sus fronteras, principal enemigo de los turcos. Además, debido a masacres previas, se habían constituido movimientos armados y vivían en comunidades muy compactas.
“Los armenios ocupaban un buen lugar en la estructura económica del imperio, por lo que representaban un obstáculo para la turquización de la economía. Pero eran el primer eslabón. Los griegos, los caucásicos y los judíos también fueron un objetivo para los turcos. Hicieron una ingeniería territorial y demográfica”, prosiguió Mouradian. Talaat, el ministro del Interior del imperio, fue el que planificó el genocidio, el que vigiló pueblo por pueblo la actividad en la península de Anatolia y organizó el desplazamiento de los distintos grupos. “La idea era desplazarlos para que no constituyeran un grupo homogéneo y poder asimilarlos, convertirlos en turcos. Al final de la Primera Guerra Mundial, la mitad de la población de Anatolia había cambiado”, apuntó la experta francesa de origen armenio.
Una de las consecuencias del genocidio fue la gran diáspora armenia. “La mitad de la población armenia desapareció. Pero la consecuencia más notable fue la creación de una gran diáspora. Por eso hay armenios en Argentina, en Brasil, en Estados Unidos, en Francia. Es un problema para los turcos, porque adonde vayan siempre hay armenios. Un efecto bumerang”, bromeó Mouradian. Más allá de que los perpetradores del genocidio estén muertos, la investigadora consideró que el exterminio es aún un tema caro para los turcos. “Es difícil admitir que tus ancestros son asesinos, que tu casa fue usurpada, que tu pasado no fue tan glorioso”, reconoció.
Entrevista: Patricio Porta
REP   nos ilustra en pagina12

miércoles, 2 de abril de 2014

Por Bernardo Kliksberg *

Una confrontación silenciosa


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Doscientas mil personas son actualmente los dueños, según un banco suizo, de casi la mitad del producto bruto mundial; el 50 por ciento, 3500 millones de personas, tienen sólo el uno por ciento. Mientras el uno por ciento más rico ganó en 2013 1746 millones de dólares promedio cada uno, los pobres recibieron menos de 1000. Tienen insuficiencias alimentarias, viven en tugurios lóbregos, carecen de agua potable, no tienen instalaciones sanitarias; los niños tienen que trabajar desde muy pequeños y la gran mayoría deserta de la escuela.
Las desigualdades resultan de determinadas políticas. Hay políticas que las aumentan y otras que las reducen. Los ciudadanos de América latina lo saben muy bien. Durante las dictaduras militares y los ’80 y ’90, en donde primaron los modelos económicos ortodoxos, vieron cómo aumentaban y hacían crecer la pobreza.
Se ha intentado legitimar el aumento de las desigualdades mediante paradigmas para los cuales son “inevitables para el progreso” o “sólo una etapa transitoria mientras se produzca el derrame”, y “atacarlas generaría el caos”.
No importa que la realidad haya desmentido dichos paradigmas, ha habido un “negacionismo sistemático” de las evidencias en contrario.
Los latinoamericanos vivieron sus efectos y por eso reclamaron en todo el continente, por diversas vías, economías que dieran respuestas colectivas y redujeran efectivamente la pobreza y las desigualdades. Se pusieron en marcha y, si bien falta mucho, las cifras cambiaron. La pobreza bajó de más del 40 por ciento al 28 para toda la región, mucho menos en algunos países. En ellos –como entre otros Argentina, Brasil, Uruguay– millones de personas salieron de la pobreza y se ampliaron las clases medias.
No “llovió inclusión”, sino que hubo reformas sociales profundas apoyadas por la mayoría de la ciudadanía, que significaron ingresar en otro paradigma diferente del pregonado por el uno por ciento más rico.
Por debajo de los grandes debates sobre políticas, hay hoy una confrontación silenciosa de paradigmas.
Así, entre otros aspectos, para el paradigma dominante en los ’90, que seguía puntillosamente el llamado consenso de Washington sobre cómo debía conducirse una economía, la pobreza era en definitiva parte de la historia. “Pobres hubo y habrá siempre”, decían algunos de sus líderes, a pesar de que no debería haberlos en una América latina que, además de un subsuelo inmensamente dotado de materias primas estratégicas, tenía la tercera parte de la superficie disponible para el cultivo sustentable y la mayor proporción de recursos hídricos renovables del mundo. Para la ortodoxia es inadmisible que haya crecido el gasto público en la región en la ultima década, más allá de que ello significó acercarse a lo que representa en los países más de-sarrollados y a que la mayor parte del crecimiento fue en inversión social, central para reducir la desigualdad.
El paradigma que propugna políticas de recorte profundo del gasto público enfatiza a voz en cuello cuánto va a significar ello en ahorro de recursos y reducción de déficit que “tranquilizará a los acreedores”, pero no es nada transparente respecto de los costos que ello representa para la vida diaria de la gente.
Estudios sobre Italia, España y Grecia encontraron que el aumento del desempleo al que contribuyó la receta de retracción del gasto público incidió en un aumento de la tasa de suicidios en los tres países.
Las obras incluidas en la Colección Cuestionando Paradigmas, que Página/12 publicará a partir del domingo, están dedicadas a confrontar paradigmas que se presentan con frecuencia como la “verdad infalible” frente a la cual toda pretensión de crítica sería anacrónica y técnicamente inaceptable.
No les interesa discutir evidencias, están mucho más confortables en la mera discusión sobre dogmas.
Tratan de que el debate permanezca siempre en los términos que lo plantean como “esto es una elección entre la libertad, el libre mercado o el populismo”, “la pobreza se combate con crecimiento, no con programas sociales”, “los programas sociales son asistencialismo”.
Se ven en dificultades serias cuando se les cambia el marco del debate. “La elección es entre economía para unos pocos o economía inclusiva”, “debe promoverse el crecimiento, pero no basta para eliminar la pobreza”, “los programas sociales participativos, y con buena gerencia social, empoderan a las comunidades pobres”.
Pero, sobre todo, tratan de eludir toda discusión ética seria sobre los resultados finales de lo que se está proponiendo. La ética “fastidia” a la economía ortodoxa. Trae mucho “ruido”, con su énfasis en los “muertos y heridos” que deja a diario en el camino. Para que no moleste se presenta a la economía como una cuestión “puramente técnica”.
Las políticas públicas cambiaron en muchos países de América latina, pero los cambios culturales son mas difíciles de hacer y más lentos. Los paradigmas ortodoxos siguen muy vigentes, desconociendo la crisis mundial de 2008/9 que mostró sus insuficiencias estructurales, negando sus causas, relativizando los niveles de desigualdad y pobreza y diseminando a diario estereotipos, prejuicios, mitos y falacias sobre los pobres y las políticas de cambio.
Parte de la lucha por construir países para todos pasa por “dejar al rey desnudo”, confrontando con hechos concretos las lógicas subyacentes en las doctrinas “infalibles” en que se ha tratado de inculcar en los ciudadanos en las últimas décadas.
La colección que empieza este domingo se dedica a hacer esa tarea de crítica desmistificadora, al mismo tiempo que a presentar, como siempre lo he hecho en toda mi trayectoria, experiencias y propuestas alternativas.
En la primera obra se introduce la presencia de Los parias de la Tierra; en la segunda se muestra Una lectura diferente de la economía; en la tercera, Discutiendo lógicas, se reexploran temas claves; en la cuarta, Otra economía es posible, se indaga sobre su perfil y, en la última, se trabaja sobre Herramientas para construir una economía con rostro humano.
Es posible salir del “túnel de la desigualdad y la pobreza” en que está atrapado gran parte del género humano. No es un destino irremisible de la historia. Pero para avanzar hacia una libertad real, en donde libres de pobreza los seres humanos puedan desarrollar sus capacidades a plenitud, es imprescindible librar la lucha por el conocimiento de la realidad. Ese conocimiento fue casi condenado a la “clandestinidad” por el paradigma ortodoxo. Es necesario recuperarlo.
* Gran Maestro de la UBA. Presidente de la Red Latinoamericana de Universidades por el Emprendedurismo Social. Este artículo está basado en la Introducción a la Colección Bernardo Kliksberg, Cuestionando Paradigmas, que Página/12 publicará a partir del próximo domingo.
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