martes, 12 de febrero de 2013



Dilemas y debates tras una década de cambios

 

Por Eduardo Anguita. Predomina una lógica dicotómica atravesada por el respaldo al gobierno o la oposición cerrada  a la presidenta.



La lógica del silencio sobre los temas espinosos de la sociedad es conservadora, es funcional a mantener un statu quo donde los privilegiados no pierdan sus ventajas. No sólo eso: los medios de comunicación en manos de los sectores más ricos de la sociedad actúan de modo pedagógico para que la vida cultural de los sectores desposeídos se distraiga observando y tratando de imitar los hábitos y costumbres de los sectores minoritarios. En esa concepción de la cultura y la comunicación que pretende no cambiar los privilegios, hay un fuerte arraigo en lo más conservador de los sectores desposeídos: la creencia de que el mejor sistema de promoción y movilidad social es el que descansa en el ojo del amo. Es decir, quedar bien y congraciarse con aquellos que poseen los medios de producción y tienen el privilegio de decidir quién está más capacitado para tal o tal puesto de trabajo. En muchas familias humildes y trabajadoras, el efecto imitación crea escalas de valores y de disvalores cuya traza es un complejo cruce entre los valores dominantes y aquellos destinados a la subsistencia. Una subsistencia en dos direcciones: la de reproducir el sistema y la de concretar algunas mejoras individuales. Un ejemplo grafica esta doble vía: el obrero que no quiere conflicto con el patrón con la esperanza de no perder el trabajo y con la esperanza de que aquel le dé trabajo a sus hijos o, al menos, los recomiende para un empleo. Se trata de una lógica potente. Aunque esté atravesada de conductas poco épicas desde el punto de vista de la identidad proletaria, aunque resulten muy poco entusiastas para quienes profesan (profesamos) una confianza ilimitada en la capacidad transformadora de los pueblos, esa forma de razonar a veces es indestructible. En todo caso, para desafiarla e intentar por todos los medios debilitarla y remplazarla por los valores del protagonismo popular, es necesario desmenuzarla con cierto desapasionamiento.
Hace muy pocos días, el ex presidente brasileño Lula dio una cátedra al respecto. Fue en el marco de un encuentro de militantes e intelectuales en La Habana (IIIª Conferencia Internacional por el Equilibrio del Mundo) que sesionó bajo la invocación de José Martí, de cuyo nacimiento se cumplieron 160 años. Lula hizo una reseña de sus años de lucha por arribar al gobierno de Brasil y puso énfasis en la cantidad de universidades y casas de estudios terciarios creadas durante sus dos mandatos, sobre todo por estar dirigidas a la educación y capacitación de sectores sociales que no accedían a los más altos niveles de conocimiento académico. Lula, con ironía y sagacidad, aclaraba que se trata de una gran paradoja: un obrero que apenas terminó la primaria fue quien puso al Brasil en el camino de la inclusión, pero de una inclusión que brinda herramientas para la verdadera soberanía popular, la que brinda a los desposeídos el acceso a un aspecto del poder que es fundamental: el poder del conocimiento refrendado por un título académico. A continuación, este obrero metalúrgico, que creció en la fragilidad de la pobreza, agregó con determinación que sólo estaría conforme con estos logros si se llega a la verdadera igualdad de oportunidades, consistente en que la hija del patrón sea compañera de aula del hijo de la empleada doméstica. 
No fue necesario que Lula desplegara la cantidad de intersubjetividades que despierta la sola idea de tener un ámbito de igualdad en un escenario de desigualdades. Quizá esa sea una de las puntas del ovillo para repensar lo que está pasando –o no pasando– en la Argentina que fue hundida por los sectores privilegiados (especialmente los poderosos de las finanzas) en 2001 y que empezó a recorrer un camino de protagonismo popular desde mayo de 2003. Antes de entrarle a la Argentina, un comentario más sobre Lula: ese encuentro en La Habana, fue el escenario en el que Frei Betto recibió el prestigioso premio internacional José Martí de la UNESCO. El propio Lula lo abrazó reiteradamente. Para quienes no estén familiarizados con Frei Betto, se trata de un religioso, fraile dominico y teólogo de la liberación, de 68 años, que transita la militancia popular desde los años '60. Apoyó siempre a Lula en todas las oportunidades (cuatro) en las que se presentó a las elecciones presidenciales. Cuando ganó, en diciembre de 2001, Frei Betto participó por un tiempo en su gobierno. Lo hizo en los programas para sacar del hambre a 45 millones de compatriotas. Al cabo de dos años, renunció, argumentando que el gobierno había cambiado aquellos programas emancipatorios por programas asistencialistas con fines electorales. Frei Betto se volvió a la celda del convento dominico en San Pablo de donde nunca había sacado sus pocas pertenencias materiales. Y no se quedó callado: publicó un libro (La mosca azul) en el que critica con dureza las apetencias y transformaciones de quienes acceden a funciones públicas y al manejo del poder político. Este cronista tuvo oportunidad de dialogar con Frei Betto sobre su libro y sobre las conductas de aquellas personas y colectivos forjados en la resistencia y que, tras ganar elecciones, se encuentran albergados en sistemas de vida diseñados para que la sociedad no cambie. Los dilemas de la vida cotidiana, de los estímulos del poder, de la exacerbación de mezquindades, de todas esas cosas se trata La mosca azul. Era un palo muy fuerte para el propio Lula y para los petistas (militantes del Partido dos Trabalhadores, que fue fundado en San Pablo en pleno Carnaval de 1980) que llegaban al Palacio del Planalto. Lula, a casi diez años de aquel distanciamiento, incluso salpicado por los procesos de corrupción de algunos de sus máximos colaboradores, no tuvo empacho en abrazar y festejar junto a Frei Betto. 
 
LABERINTOS ARGENTINOS. Puede constatarse que, en los últimos años, especialmente desde el conflicto con las patronales agropecuarias de 2008, la circulación de debates que articulen distintos puntos de vista se empobreció. Predomina una lógica dicotómica atravesada por el respaldo al gobierno o la oposición cerrada a la presidenta. Para el kirchnerismo esto se debe fundamentalmente a la manipulación mediática de quienes se resisten a perder privilegios (el Grupo Clarín). Si bien eso es así, cualquiera que pretenda analizar las tensiones de una sociedad deberá preguntarse cuánto puede aguantar la mentira o la tergiversación sin el soporte que brinda ser parte de una clase dominante que cuenta, además del aparato mediático, con la hegemonía en valores (o disvalores) culturales. Es decir, la batalla cultural, a la que tanto refieren comunicadores o dirigentes kirchneristas, aparece como una simplificación entre quienes argumentan verdades y quienes intoxican a la comunidad. Más de una vez, quienes tienen (tenemos) una concepción transformadora de la sociedad enfrentan una serie de interrogantes respecto de quiénes pueden verse beneficiados y quiénes perjudicados por la instalación de debates que van al fondo de un sistema capitalista, dependiente y periférico pero que no tienen masa crítica social, cultural y política. Es decir, más de una vez, caben preguntas como si la Argentina está en condiciones de discutir en serio la renta agropecuaria y el modelo de soja transgénica hecha por Monsanto y exportada por las multinacionales donde el Estado aparece sólo para cobrar las retenciones. Y la pregunta no es cobarde: basta ver cómo Gerónimo Venegas, secretario general de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores, le cuenta a La Nación cómo ya no existe la oligarquía, por la sencilla razón de que las herencias se ocuparon de subdividir los campos. Y chau. El gran problema es que Venegas no tiene por ahora siquiera una lista opositora en el sindicato que pueda disputarle no sólo el aparato sino la hegemonía de tantos años de construcción política. Convengamos, en un sector que hace 70 años fue un bastión de Juan Domingo Perón contra la oligarquía. Para muestra basta recordar el Estatuto del Peón Rural. 
Si los debates no circulan con más profundidad por los medios, cabe preguntarse si lo hacen por otros carriles, como por ejemplo, los partidos políticos y las organizaciones sociales. Es probable que sí, que en el seno de las organizaciones libres del pueblo haya mucho más caldo de cultivo que en los medios. Pero tampoco al punto de pensar que el Frente para la Victoria y sus aliados reciban una presión social como para avanzar de modo firme y lineal en establecer un modelo de transformaciones. Más bien, puede constatarse que las iniciativas para recortar privilegios y promover cambios culturales estuvieron fomentadas desde el propio gobierno. Los ejemplos al respecto son arrolladores y los protagonistas por excelencia resultaron Néstor y Cristina Kirchner. Entonces, muchos de quienes militan a favor de profundizar los cambios no son partidarios de abrir debates porque, consideran, eso resta consistencia al bloque popular que apoya a Cristina. Ese razonamiento, fuerte, tiene, sin embargo, al menos tres flancos muy débiles, a juicio de quien escribe estas líneas. El primero es que se asienta en una falacia: creen que de un lado están los buenos y del otro los malos. Pretende que toda la clase media es anti-K. Basta recorrer el voto de estos años para verificar que tanto en áreas rurales como urbanas, hay un voto cambiante especialmente en las capas medias. Pero hay un problema adicional para los que se ven seducidos por ese razonamiento dicotómico: el voto con el estómago o el bolsillo es parte de la política, la gran mayoría de la sociedad, además de votar por sus identidades partidarias, lo hace con el humor que le dejan ver sus ingresos. Y una buena parte de la clase media consumista es anti-K pero también buena parte del pueblo (asalariados, cuentapropistas y sectores medios) afianza su cristinismo más por cuánto gana que por dimensionar los cambios históricos. El segundo tema es que hay mucho para hacer en la perspectiva de la historia, especialmente para entender las tradiciones coloniales de Latinoamérica y la Argentina. Ese aspecto de la batalla cultural no se mide en rating sino en saber introducir cambios reales. Los cambios curriculares en la enseñanza media se van dando, lentamente, pero se dan. La nueva producción historiográfica y de documentales o ciclos televisivos o de radio y medios gráficos va cobrando fuerza. La integración latinoamericana y la solidaridad entre naciones hermanas van cambiando paradigmas de xenofobia. En definitiva, aquellas acciones que no sólo muestran lo malos que son los malos sino la cantidad de veces que los proyectos nacionales y populares no pudieron plasmar su fuerza o que cuando lo hicieron se encontraron con la ferocidad impiadosa de los poderosos. Para que la gente pueda sentirse parte de un proceso transformador es preciso abrir las puertas para que se debatan los temas claves de la economía y la sociedad, desde los recursos mineros y petroleros hasta los impuestos y el pacto federal. La creencia de que no se puede administrar el debate de los temas de fondo sin debilitar un proceso político popular es ciertamente un error profundo. Se puede, con responsabilidad, con mayor acceso a la información, y no sólo la de la gestión pública sino con datos de cuáles son los niveles de rentabilidad de las clases propietarias, para que todos puedan saber quiénes son los que "se la llevan en pala" y para ver dónde están parados esos que conservan privilegios. Y aquí viene el tercer elemento: desde el Estado, desde el gobierno, se pueden hacer cosas maravillosas para que los sectores postergados históricamente estén mejor y sean protagonistas de una nueva Argentina. En buena hora que las derechas acusen a los gobernantes latinoamericanos de populistas. El gran desafío de estos años es si los sectores populares, tras el convite del kirchnerismo, están poniendo sus propias marcas en este proceso o se limitan a acompañar lo que se hace. Es, a juicio de quien escribe, un tema lleno de incógnitas. Si las tradiciones sindicales se están desvaneciendo o se corre el riesgo de haber perdido los puentes con algunos dirigentes que quizá todavía tienen fuerza en las bases. Si la nueva participación juvenil alberga una dirigencia sin la contaminación propia de ser parte del nuevo funcionariado político. Si habrá algunos sectores anti-K que se den cuenta realmente que están siendo funcionales a la peor derecha y a los sectores más privilegiados del capitalismo. En fin, si al cabo de una década, y en medio de las turbulencias propias del día a día, estaremos viviendo en un mundo que albergue esperanzas ciertas de cambio. Al respecto, Frei Betto publicó hace poco un artículo con algunas referencias imprescindibles: "Según la ONU, para facilitar la educación básica a todos los niños del mundo sería preciso invertir 6000 millones de dólares. Y sólo en los EE UU gastan cada año en cosméticos 8000 millones. El agua y el alcantarillado básico de toda la población mundial quedarían garantizados con una inversión de 9000 millones de dólares. El consumo de helados por año en Europa representa el desembolso de 11 mil millones de dólares. Habría salud elemental y buena nutrición de los niños de los países en desarrollo si se invirtieran 13 mil millones de dólares. Pero en EE UU y Europa se gastan cada año en alimentos para perros y gatos 17 mil millones; 50 mil millones en tabaco en Europa; 105 mil millones en bebidas alcohólicas en Europa; 400 mil millones en estupefacientes en todo el mundo; y más de un millón de millones en armas y equipamientos bélicos en el mundo. El mundo y la crisis que le afecta sí tienen solución. Siempre que los países fueran gobernados por políticos centrados en otros paradigmas que huyan del casino global de la acumulación privada y de la incontenible espiral del lucro. Paradigmas altruistas, centrados en la distribución de la riqueza, en la preservación ambiental y en el compartimiento de los bienes de la Tierra y de los frutos del trabajo humano," -

TIEMPO ARGENTINO

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