jueves, 7 de junio de 2012

Cacerolas: la historia y sus repeticiones





Por Ricardo Forster.
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Cuando la historia parece repetirse, cuando una suerte de déjà vu invade la escena del presente, regresan aquellas palabras célebres de Karl Marx estampadas, de una vez y para siempre, siguiendo su antigua afición shakespeareana, en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: la historia se da dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Si bien el autor de Das Kapital pensaba en el ilustre Napoleón y en su bizarro sobrino y afirmaba haber leído esa frase en Hegel, acabó siendo aplicada a diestra y siniestra ante la tozuda insistencia de las sociedades a efectuar extrañas piruetas repetitivas, aunque bajo la implacable maquinaria de una realidad histórica que suele impedir que esas falsas copias alcancen la prosapia de sus antecesoras. La farsa que, por lo general, envuelve a la repetición del original nos recuerda –se lo recordaba a Marx– que los momentos “heroicos” no llevan, en su interior, la facultad de regresar, bajo otras condiciones y circunstancias, como si nada hubiera sucedido entre el acontecimiento decisivo y su intento de imitación. Entre la figura deslumbrante de Napoleón Bonaparte –aquel que cuando pasó montado a caballo bajo el balcón de la casa de Hegel, en Jena, le hizo decir al filósofo alemán que “acababa de ver pasar al Espíritu de la historia”– y la de su sobrino, aquel del golpe de Estado de 1850, media, según la interpretación de Marx, la distancia que existe entre el drama y la farsa.
Una cosa era la burguesía de la Revolución Francesa y otra, muy distinta, aquella otra burguesía de la restauración monárquica de la época de los orleanistas. La primera había venido a conmover los cimientos del Antiguo Régimen y había logrado, jacobinismo de por medio y filosofía ilustrada, descabezar –literalmente– los restos de feudalismo monárquico inaugurando otra época de la historia que dejaría sus marcas en la vastedad de las geografías y, también, en una aldea lejana del fin del mundo donde llegaron las ideas fulgurantes de la emancipación humana. La segunda, oportunista y filistea, traicionando los ideales de la Revolución de 1848, la última en la que las barricadas parisinas devolvieron la imagen de un “pueblo” equivalente al Tercer Estado de los tiempos de la Gran Revolución, acabaría por rendirle culto y pleitesía a la copia del tío, ese esperpento de emperador que creyó representar el nuevo drama de la historia y terminó por darle letra a la farsa.
Lo cierto es que la reiteración cacerolera de los últimos días, la insignificante convocatoria de los vecinos de algunas esquinas emblemáticas de la opulencia porteña sumada al repiqueteo obsesivo de los medios de comunicación hegemónicos, no alcanzaron a ser otra cosa que la convocatoria esperpéntica del qualunquismo sobrante de sectores de la clase media que siguen comprendiendo el mundo desde las alturas de su ombliguismo. Lejos, demasiado lejos, para los nostálgicos de la conspiración destituyente, de lo alcanzado en las jornadas campestre-mediáticas del 2008, y mucho más lejos de las vanas ilusiones del triunfo electoral de junio de 2009 cuando imaginaban, champaña de por medio, que era cuestión de soplar y hacer botellas para que se cayera el kirchnerismo, no pudieron, en las noches otoñales de Barrio Norte revivir los entusiasmos de aquellos días de gloria chamuscada. Como el sobrino del tío, las huestes caceroleras buscaron compensar su frustración y su resentimiento golpeando a los enviados del odiado 6 7 8; creyeron, por un instante, estar librando la batalla de sus vidas cuando no hicieron otra cosa que poner en evidencia su visceral cobardía.
No resisto la tentación de citar largamente a Nicolás Casullo que, en un artículo memorable –“Qué clase mi clase sin clase”– publicado apenas unos días después del estallido de diciembre de 2001, dejó constancia, entre jocosa e irónica, del carácter tan “original” de nuestra bendita clase media. Un artículo que, más allá del tiempo transcurrido y del cambio esencial de la escena político-económico-cultural, nos permite, a través de la maestría analítica y el desparpajo de Casullo, capturar mejor el imaginario que sigue recorriendo a esos sectores que se lanzan al combate en defensa de su majestad el dólar y que se creen herederos de aquellos burgueses norteamericanos que se rebelaron contra la suba del impuesto al té en los albores de la independencia estadounidense (¿habrá sido casual que las cacerolas se dejaron oír el mismo día que se aprobó el revalúo de la propiedad rural en la provincia de Buenos Aires?).
“Así es –escribe Casullo–, se trata de autoorientarnos en un presente tenebroso, teniendo claro únicamente que nuestra inspiración se agiganta cuando nos topamos, de tanto en tanto, con el protagonismo de los descuajeringados ‘segmentos’ de clase media. Representantes diversos de las clases medias sobre todo capitalinas, con su protesta y cacerolas en las calles del estío y diciendo al resto de la familia después de agarrar la champañera y un tenedor ‘salgo y vuelvo, voy a voltear a un presidente; déjenme la cena arriba de la heladera’. En ésa estamos. Digo, de pronto encontrarse no ya con Walter Benjamin o Michel Foucault sino persiguiendo el arcano cultural de tía Matilde.
“Si uno hace historia de esta clase media, historia barata, que no cuesta mucho, gratis diría cuando tenemos el sueldo encanutado, podría argumentarse: una clase media que viene de un radiante y a la vez penumbroso viaje. Viene desde aquella su ingenua estación inaugural de los años ’50, donde él se puso el sombrero y la corbata con alfileres, ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron casi virginales pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de Perón al grito de ‘no venimos por decreto ni nos pagan el boleto’. Cancioncilla tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide para entonar ‘ay, ay, ay, que lo aguante Paraguay’ sin ningún tipo de grosería ni mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de pantalla pero nunca mi padre.
“Después la clase volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que los morochos sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y censuras, y para dedicarse no sin cierto cansino asombro a departamentos en consorcios, fiats en cuotas, palmitos con salsa golf y vino rosado. Recién a fines de los ’60, principios de los ’70, el gran estamento medio recibió la primera monografía fuerte a componer, de la cual culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en cambio en el jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando los hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la “nacionalización de las clases medias”, al grito en el comedor en L de ‘duro, duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburo’.
Tamaña reivindicación de arrabaleros no estaba en los cálculos de la clase media blanca de abuelos migradores, pero nadie se arredró en la cabecera de las mesas –ni escurrió el cuerpo en la patriada, hay que admitirlo– aunque apenas entendiesen la metamorfosis de la nena que además copulaba en serie con novios maoístas, peronistas y con dudosos nuevos cristianos (...). Tiempo y silencio le costó a la clase volver a salir otra vez a la Plaza después de esa canita al aire. Prefirió desde el ’76 salir a Europa, a Miami, o a la frontera del norte misionero en largas columnas de autos compradores de TV a color, al grito desaforado en los embotellamientos de ‘Argentina, Argentina’ tal vez porque también en colores habían sido los goles de Kempes...” Y así siguió saliendo la clase media en otros días “memorables” de las crónicas argentinas para vitorear a un general beodo que nos llevó a la guerra; para acompañar y desilusionarse en Semana Santa de 1987 y regresando en “orden” aunque confundida a su casa para no salir, para no “vérsela junta, sobre el asfalto, por quince larguísimos años”.
Y así sigue Casullo recorriendo la historia entre trágica y humorística de quien le ha dado a la Argentina una representación de sí misma que, como se ha dicho en diversas oportunidades, la mostraba como la Europa extraviada en medio de la barbarie de un continente incomprensible, intraducible a sus parámetros y poblado de “cabecitas negras”. Casullo no dejaría, mientras intentaba calibrar lo que sucedía en las calles de una Buenos Aires tórrida e insurrecta, de interrogarse por la deriva de una clase media que, bajo los sones del impulso y la inconsciencia de quien siempre se siente fuera de toda responsabilidad, contribuía a hacer saltar por los aires a un gobierno impresentable y en nombre de una “república perdida” a la que ella –eso era seguro– no había hecho nada por encontrar. Nunca abandonó su raigal escepticismo ante los acontecimientos de ese diciembre histórico y se alejó de aquellos otros que los vieron, a esos mismos sucesos, bajo la fantasmagórica figura de la insurrección popular y el grito libertario. Le doy de nuevo la palabra a Casullo para que termine su pintura antológica: “La propia historia que relato –antojadiza, falsa, liviana, inoportuna– devela el interesante claroscuro de la clase analizada. Sus extrañas medias tintas. Sus románticas luces y sombras espirituales. Sus insondables claros de luna. Sus materialistas intracontradicciones objetivas, diríamos allá por 1972, donde todo era salvable. Ahí está cenicienta y ramera con su fuerza y su talón de Aquiles. Llama a las revoluciones, pero un plazo fijo la embota como una niña enamorada adentro de un granero. Ahora su lógica navega al compás de movileros descerebrados, cámaras amarillas de Crónica TV, al ritmo de su justa furia por dólares encarcelados, por su real hartazgo de una clase política que nada hizo cuando el país desapareció, sino que casi se fue con él. A lo mejor algún día pueda volver a contar su biografía. Igual que antes, allá por los ’50, cuando no había salido del patio de magnolias”.
Por supuesto que, más allá de la ironía, el análisis de Nicolás Casullo, al que seguimos leyendo con apasionado interés, implica una intervención muy aguda y crítica respecto a las diferentes valorizaciones que se hicieron de la irrupción de la clase media porteña que, cacerolas en mano, salió a “voltear a un presidente” y, de paso, a exigir que le devolviesen sus mágicos y envenenados dólares y que, por esas extravagancias propias de la historia argentina, se encontró, por única e insólita vez, con esos mismos “cabecitas negras” de los suburbios tan temidos que también se derramaron sobre Buenos Aires para manifestar sus insoportables condiciones de vida. “Cacerolas y piquetes... la lucha es una sola”, eso se llegó a cantar en algunas esquinas emblemáticas de una ciudad incendiada que no sabía si estaba en medio de una fiesta libertaria o asistiendo al fin de los tiempos. Casullo nunca dejó de inquietarse ante los cambios de humor de la clase media, del mismo modo que no se entusiasmó con los aires insurreccionalistas y asamblearios que tanto impacto causaron en algunos soñadores irredentos de revoluciones perdidas. Si bien para él diciembre de 2001 constituyó un acontecimiento parteaguas porque le puso un punto final al jolgorio menemista al mismo tiempo que hizo estallar por los aires las ilusiones liberal-republicanas de la progresía, sus opacidades, sus zonas oscuras y regresivas se confundieron con los momentos de rebelión hasta ofrecer un escenario argentino que nadie atinaba a intuir hacia dónde acabaría yendo. La irrupción de Néstor Kirchner, que tanto le impactó, no estaba en el horizonte de nadie ni mucho menos el giro decisivo, en términos históricos, que vendría a desplegar en un país desorbitado y desorientado. A Casullo le siguió interesando el debate, de algún modo abortado, sobre esos meses del verano tórrido del 2001-2002 y, en diversas ocasiones (aparición del falso ingeniero Blumberg, cacerolas campestres, etc.), creyó descubrir una vez más la irredenta tendencia de la clase media a regresar sobre su fondo qualunquista nunca del todo extinguido.
Seguramente, y porque llegó a ser testigo de la rebelión gauchomediática de 2008, hubiera contemplado la “repetición” de esos fulgores como la evidencia de un resentimiento imposibilitado de reencontrarse con aquellas esperanzas de desbancar al tan odiado populismo. Pero también hubiera alertado sobre ciertas impericias gubernamentales a la hora de comunicar con inteligencia el sentido y el porqué de algunas medidas que tanto perturban y escandalizan a la clase media. Hubiera, con su escritura crítica y aguda, advertido contra la subestimación del poder de fuego de los grandes medios de comunicación señalando que el proceso de transformación seguía requiriendo una insistente intervención político-cultural capaz de seguir disputando sentido común. Seguramente, como atento lector de Marx y de otros autores de la tradición crítica, se habría detenido en el pasaje de la tragedia a la farsa destacando los peligros que la lógica del vodevil y del grotesco tienen a la hora de movilizar a determinados sectores sociales que guían su brújula existencial desde un profundo cuentapropismo moral. Casullo, en todo caso y luego de ironizar alrededor de los caceroleros nostálgicos de un país de propietarios, giraría su mirada hacia el propio kirchnerismo para decirle que no se duerma en los laureles del 54 por ciento. Jaurechianamente no dejaría de recorrer, una tras otra, todas las zonceras del medio pelo al mismo tiempo que insistiría con seguir prestándoles la debida atención a los verdaderos artífices de la conspiración. Para él, cuya pluma inventó aquello de “clima destituyente”, la farsa, cuando no se la desarticula, puede convertirse en tragedia. Hasta ahora el Gobierno ha sabido encontrar los caminos adecuados en momentos de encrucijadas. Y lo ha hecho doblando la apuesta transformadora. Tal vez ahí radique su fuerza para seguir desactivando la lógica del resentimiento, esa misma que se vio en Callao y Santa Fe cuando una patota de “buenos vecinos” pasó de la violencia retórica a la violencia física.

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