Por Eduardo Jozami *
De muchas maneras fue nombrado el 2001, sesgando en uno u otro sentido la interpretación. Estallido, la denominación más neutra o meramente descriptiva, es quizás la que mejor refleje lo que entonces ocurrió. El estallido es siempre inesperado, como la rápida reacción de los ahorristas defraudados, pero también un proceso alimentó la combustión: la formación del movimiento piquetero y la lucha de los afectados por las privatizaciones y la política de Menem, que cerró plantas de YPF y decretó el desmantelamiento de los pueblos ferroviarios.
La protesta de los desocupados –como expresó dramáticamente Carlos Auyero en su postrera intervención en la TV– constituía un reclamo desesperado de inclusión. Algunos de los habitantes de Cutral-Có, Plaza Huincul o General Mosconi estaban acostumbrados a ser pobres, pero todos querían conservar su lugar en el mundo. No era posible hacer huelga en esos lugares donde desaparecía el trabajo, decidieron entonces cortar las rutas para asegurarse de que esos reclamos de la periferia llegaran al centro del poder.Si esa lucha tenía varios años de historia, en la reacción de los ahorristas, por el contrario, había mucho de sorpresa. Acostumbrados a desconfiar de los gobiernos, a muchos no les resultaba fácil entender que el daño provenía esta vez de una institución respetada como los bancos, encargados de velar por el cuidado de los ahorros. La frenética constancia con que algunos golpearon durante meses las puertas blindadas de las instituciones financieras se explica como reacción frente a lo que vivían como un engaño insospechado.
Las sucesivas declaraciones de Cavallo justificando el corralito fueron alimentando la caldera, pero se requería un detonante para hacerla estallar. Entonces, el presidente De la Rúa, queriendo mostrar un gesto decidido, se suicidó, declarando el estado de sitio. La ocupación de la Plaza de Mayo el 19 mostró la debilidad del gobierno, pero su caída no podría explicarse sin los saqueos a los supermercados. Este componente de las jornadas de diciembre no debe obviarse, a riesgo de no advertir cómo la rebelión espontánea se conjugó con la acción calculada de ciertos aparatos políticos, como el del PJ bonaerense. Antes de irse, el presidente hizo un último y desesperado intento de retomar el control de las calles: dejaría un tendal de muertos, agregando un severo matiz de criminalidad a su desleída imagen política.
La presencia de una multitud en las calles podía entenderse como una recuperación de la participación política. Miles de personas marchaban en todo el país, reclamando por sus reivindicaciones inmediatas y no resultaba fácil saber si quienes se movilizaban –ahorristas, desocupados, demandantes de comida frente a los supermercados– unían a sus reclamos demandas más generales. La presencia popular en la calle se vivía con júbilo; los argentinos sacudíamos el miedo que nos había legado la dictadura.
Piqueteros y ahorristas se mezclaban en las manifestaciones y pudo pensarse entonces en una alianza social que alentaba renovadas expectativas políticas. Sin embargo, no tardó en advertirse que el estruendo del 2001 albergaba dos almas bien distintas. Unos repudiaban toda intervención del Estado y despreciaban la misma idea de lo público. No concebían una renovación de la política a la que consideraban innecesaria y perniciosa. Alentados con fervor por los comunicadores de Radio 10, cuyo falso candor apuntaba a diluir toda responsabilidad más allá de los partidos, algunos demonizaban a los políticos al punto de perseguir y golpear a toda persona que saliera del Congreso Nacional.
En las asambleas que brotaban en todas las grandes ciudades, el discurso era distinto. Se afirmaba la solidaridad como valor, enfatizando la crisis del neoliberalismo, y se promovían emprendimientos sociales y nuevas formas de participación que superaran la degradación de la vieja política. Autonomía frente a los partidos y el Estado era la consigna dominante que no llegó, sin embargo, a constituir ese nuevo poder social que se anunciaba. De todos modos, las asambleas quedan como un legado vivificante. Frente a la crisis ilevantable de los aparatos partidarios, como respuesta al posibilismo timorato que había ganado también al Frepaso, la fuerza que se proclamaba expresión de una nueva política, las asambleas aportaron cierta inocencia inaugural, ese aire de plaza pública, de debate y reflexión colectiva que no es toda la política, pero sin el cual es difícil imaginar un proyecto popular.
Desde entonces, esas dos almas del 2001 no han dejado de enfrentarse. Lo vemos cuando se exaltan el racismo y la xenofobia para denunciar las políticas democráticas de seguridad o cuando los mismos medios que llamaron a levantarse contra “la política” cuestionan hoy la recuperación de un rol activo del Estado. También cuando decenas de miles de jóvenes vuelven a salir a la calle, como se advirtió cuando murió Néstor Kirchner y sigue ocurriendo en estos días.
El movimiento del 2001 no pudo construir ninguna propuesta política; tampoco se consolidaron liderazgos, como el de Luis Zamora, que parecían sintonizar mejor el clima político de esos días. Se diluyó, además, sin que hasta hoy sea fácil explicarlo, la propuesta del Frenapo que había convocado más de tres millones de personas y pudo haberse constituido entonces en la plataforma política común.
El kichnerismo resulta inexplicable sin el 2001. No porque el estilo político de Néstor y Cristina tenga ese matiz asambleario, sino porque se ha rescatado el sentido transformador de la política. Después del presidente que temía ser aburrido y se fue con más de treinta asesinatos, y del que se manchó las manos con la sangre de Kosteki y Santillán, vino otro que no dejó sus convicciones en la puerta de la Casa de Gobierno. El alma popular y libertaria de diciembre del 2001 impregna la actual política de derechos humanos y muchas de las transformaciones que se están realizando en el país.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
Página12
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