El filósofo chileno Martín Hopenhayn analiza los cambios socioculturales en las nuevas generaciones
Con un especial interés en las intensas problemáticas que viven los jóvenes a ambos lados del Atlántico, el filósofo Martín Hopenhayn analiza los rasgos distintivos de la lucha estudiantil en Chile y establece sus distinciones con los indignados del Primer Mundo. La cohesión social, el papel del trabajo y una visión diferente sobre la flexibilización laboral.
Por Natalia Aruguete
–¿Por qué afirma que la cohesión social tiene una doble cara, es decir, una dimensión objetiva y otra subjetiva?
–Parto de una investigación que hicimos en la Cepal hace cuatro años. Desde Europa se empezó a exportar el concepto de cohesión social; ellos estaban en la búsqueda de una cierta homogeneidad en el interior de la Unión Europea. Cuando nosotros retomamos el concepto, lo vimos en términos de inclusión social, es decir, desde los mecanismos propios del Estado y la sociedad respecto del mundo del trabajo e indicadores sociales como la educación, la protección social, el acceso a la seguridad social, las transferencias para los grupos más pobres. El concepto clásico de cohesión social es muy distinto, entonces quisimos completarlo con la otra cara de la moneda, incorporando el cómo se siente la gente respecto de la sociedad: incluida o excluida, si tienen un sentimiento de pertenencia.
–¿Cómo lo hicieron? –Lo más difícil es “juntar las tablas”, es decir, a los grandes indicadores de inclusión o exclusión social –los indicadores que están en las encuestas de hogares o los censos de población– incorporarles datos demoscópicos que surgen de las encuestas de opinión. La única encuesta que permitía tener una cierta continuidad en el tiempo y comparabilidad en 18 países de América latina era la elaborada por Latinobarómetro, que lo hace desde el año ’95 para varios países. Por ejemplo, prestamos especial atención a las preguntas relativas a la confianza de la gente en las instituciones para poder construir referencias de sentido de pertenencia, o a la percepción de riesgo o seguridad frente a la sociedad como indicadores de seguridad ciudadana. A partir de esta batería de preguntas planteamos que la cohesión contiene, por un lado, la inclusión social y, por otro, el sentimiento de pertenencia.
–¿Qué evolución vieron en esta doble dimensión de la cohesión social a lo largo del tiempo? –Es muy difícil establecer correlaciones lineales, por varias razones. Primero, porque el correlato subjetivo viene diferido respecto de los cambios en el nivel de la estructura: si baja o no la pobreza, si en un país hay mayor o menor nivel de desempleo. A veces viene con uno o dos años de resabio. En segundo lugar, porque frente a preguntas del orden de lo subjetivo, la gente responde de manera aleatoria, entonces hay que tomar esas respuestas “con pinzas”. Finalmente, porque el sentido de pertenencia no sólo está dado por indicadores duros de exclusión social. Los de Venezuela y Bolivia son casos muy claros.
–¿Qué notaron en esos países? –Que había una disimetría clara entre ambos indicadores, por lo que dedujimos que el sentido de pertenencia venía dado por un imaginario político. Es decir, son países donde la política ha vuelto a colocarse en el centro de la escena y la gente se siente más entusiasta frente a proyectos nuevos de sociedad.
–Teniendo en cuenta que durante los años ’90 hubo un proceso de despolitización a nivel regional, que fue muy acentuado en los jóvenes, ¿notaron algún cambio en ese sector en cuanto al sentimiento de compromiso con la política? –Lo que se da en la juventud es muy interesante. Nosotros tratamos de desmitificar la idea de la apatía juvenil con respecto a la política, que se había convertido en un lugar común en el discurso político de hace algunos años. Las preguntas que se permiten recortar para el grupo joven de 18 a 29 años mostraban que, efectivamente, era muy bajo el porcentaje de jóvenes que votaba, aunque no mucho más bajo que el de adultos. Pero la gran mayoría de los jóvenes sí tenía procedencia política, a pesar de no estar afiliados a un partido; no eran indiferentes a la política. Había un muy bajo nivel de sindicalización de los jóvenes, pero tampoco había un nivel mucho más alto de sindicalización de los adultos. Incluso, había un porcentaje más alto de jóvenes que respondía que sí había participado ese año en protestas o movilizaciones. Los jóvenes eran más proclives a convertirse en un actor público que los adultos.
–¿Actor público o actor político? –Actor público. Creo que recién ahora se está produciendo ese cambio de lo público a lo político.
–¿En qué reside la diferencia? –En varias cosas. En primer lugar, la juventud tiene una capacidad de movilización sin precedentes, porque funciona más unidamente en redes electrónicas, y ha pasado a organizarse para articular discursos, para presentar información de acuerdo a sus demandas, para convocarse de manera más sostenida en el tiempo. Redes que se traducen en irrupción en la vía pública. En segundo lugar, porque en países con mayor nivel de desarrollo y mayor ingreso per cápita son más los actores que esperan que ese progreso se traduzca en mejores prestaciones y en atención de lo público a sus problemas específicos.
–¿Las reivindicaciones estudiantiles chilenas sería un ejemplo de esto? –Sí, manifestaciones por mejor educación pública. Creo que esa es una razón poderosa. La tercera razón es que la juventud no se ha sentido muy representada por las instancias de referencia política, sobre todo el Parlamento y el sistema de partidos. Pero de alguna forma percibe que algo está cambiando y que hay vacíos por llenar en el ámbito de la política. Y como además está más empoderada en términos de información, siente que es un actor válido frente a otros actores políticos. Maneja una gran cantidad de información y tiene mayor acceso a otras fuentes de información.
–Sin embargo, en el libro Sentido de pertenencia en sociedades fragmentadas, usted pone en cuestión el hecho de que un fácil acceso al conocimiento suponga una mayor participación en el nivel de las decisiones. –Eso es cierto hasta ahora por dos razones. Una es que la juventud, sin convertirlo en un discurso explícito, hace una diferencia entre la política y lo político. En algunos lugares –la familia, los clubes, entre otros– hay espacio para decidir. No son “la política”, pero son espacios de poder. El segundo elemento es que hay un salto reciente que tiene que ver con que la juventud hoy en día aparece, o bien porque tiene un manejo de información que la hace sentirse más empoderada políticamente o bien porque la política se abrió como un campo que ya no responde a un pensamiento único. Hay una percepción mucho más generalizada de que la política deja de ser una especie de administración mecánica del aparato burocrático público para ser un espacio donde se pueden tomar decisiones para modificar la sociedad. Eso está bastante claro en la mayoría de los países de América del Sur.
–Pensando en el protagonismo de los jóvenes en las manifestaciones públicas en ambos lados del océano, ¿qué similitudes y diferencias encuentra entre lo que sucede en Chile y en algunos países de Europa? –En Europa, las movilizaciones juveniles son más reactivas a la crisis y menos propositivas. Son más espasmódicas, no tienen la continuidad que tiene el movimiento estudiantil en Chile, que durante los últimos seis meses ha estado en la calle y no los han podido sacar. Lo que ocurre en Chile está al borde de ser un cuestionamiento antisistémico, con un paquete de reformas amarrado a un cálculo de costos y un pacto fiscal para incrementar recursos para la educación. Por otro lado, las reivindicaciones en Chile atañen específicamente al sistema educativo, aunque se eleven críticas a un sistema social que consagró una división muy fuerte entre lo público y lo privado.
–Además, porque en el caso de los países europeos es toda una definición política llamarse indignados. –Claro. Como los rabiosos.
–¿Qué papel cumple el apoyo social a las reivindicaciones en Chile para garantizar su continuidad? –Yo creo que es muy importante. En ese sentido el movimiento estudiantil nunca logró ser aislado respecto del resto de la sociedad. Por otro lado, no produjo un efecto contagio ni derivó en otros sectores sociales, porque podría haber salido la gente en contra de la seguridad social privatizada, o la inseguridad en las minas que se instaló fuerte en la agenda, o el movimiento indígena que fue el movimiento fuerte el año anterior. Es muy paradójico porque no motiva la movilización de otros grupos, pero sí produce un apoyo general.
–¿Por qué logra tal apoyo generalizado? –Tiene varios componentes. El directo es de filiación intergeneracional: los padres y abuelos de los estudiantes sienten que sus hijos y nietos están siendo parte de un sistema estudiantil que finalmente segrega oportunidades a futuro. Esos padres fueron también víctimas de un modelo que desde hace 30 años funciona sobre la base de un corte público/privado en términos de calidad. Y los abuelos los apoyan porque ellos sí tienen el imaginario de que hubo un momento en que la educación pública era un núcleo de inclusión social y de emparejamiento de oportunidades.
–¿Qué perspectivas ve de que se pueda alcanzar una negociación donde las reivindicaciones de los estudiantes se concreten? –Sucede que el conjunto de reivindicaciones iba hacia una reforma muy profunda del sistema educativo, que hoy está dividido en tres partes: primero, un sistema descentralizado público, municipalizado, en el cual los municipios pobres cuentan con poca plata para destinar a los colegios. Segundo, un nivel intermedio, semipúblico, que son colegios subvencionados por el sistema de voucher. En esos casos, los dueños generalmente son los directores de esas escuelas, y por cada alumno inscripto reciben una subvención de parte del Ministerio de Educación. Tercero, el sistema privado y las corporaciones religiosas. Entonces, repensar toda el área de la educación subvencionada que cubre más del 40 por ciento del alumnado no se puede hacer de un día para el otro. Revertir la descentralización que se hizo en los años ’78 y ’79 y volver a una educación pública centralizada, más homogénea y que asigne fondos desde el Estado y no desde los municipios, requiere tiempo. Por otro lado, generar mecanismos de transferencia de lo que recoge la educación privada hacia la educación pública es parte de una lógica redistributiva que no es políticamente aséptica, todo lo contrario.
–¿Qué acciones sería necesario implementar desde el Estado para lograr ese cambio? –Se requeriría algún tipo de pacto fiscal y, dentro de éste, el incremento de algún tipo de impuestos para que el Estado pueda recaudar recursos adicionales que le permitan reforzar la educación pública. Esa también es una deuda pendiente porque Chile tiene una carga tributaria baja para su nivel de desarrollo. Pero el problema es básicamente la falta de interlocución. El gobierno no ha encontrado espacios de interlocución, operadores que se sienten a conversar con los dirigentes estudiantiles. El intercambio sistémico tiene que ser una política de Estado aprobada por el Congreso, y pautada en el tiempo, que apunte hacia una reducción de la brecha entre la educación pública y privada en términos de calidad.
–En el libro, usted expone una serie de aspectos relacionados con la baja sindicalización que existe en los jóvenes. En ese sentido, ¿qué diferencias conceptuales existen entre la flexibilidad laboral y la precarización? –Argentina es un país muy particular en ese sentido, quizá porque el neoliberalismo en los ’90 se dio de manera muy fuerte y la flexibilización laboral redundó, sobre todo, en precarización. Durante el menemismo, la estructura productiva y un rol institucional del trabajo hizo que el desempleo fuera muy alto, incluso durante los años de crecimiento. La flexibilización laboral, sobre todo vista desde la izquierda, tiene una connotación básicamente negativa. Pero hay una diferencia entre ambas situaciones. Hay un ámbito de flexibilización en el que los jóvenes, por lo menos de cierto sector social para arriba, parecen sentirse cómodos.
–¿Por qué? –Porque está relacionada con el hecho de no tener trabajos perdurables en el tiempo, sino trabajos que cambien sus rutinas, que no tengan un horario fijo, en los que se trabaje desde la casa, y más contra el producto que contra las horas de trabajo. Estos rasgos de la flexibilización son positivos y, en general, la juventud los valora, porque forman parte de una visión del mundo nuevo, donde se busca congeniar la ambición de autonomía personal con los medios de supervivencia. La precarización es algo que se resiste, más aún desde la juventud, que es más víctima de este fenómeno. La juventud entra al mercado laboral con tremendas dificultades, el desempleo juvenil en algunos países es el doble y en otros el triple que el desempleo adulto. Los adultos venimos de una tradición más corporativa y, por ende, tenemos más garantías laborales que los jóvenes. La idea de facilitarles a los jóvenes el ingreso al mercado laboral a cambio de tener menores garantías es una negociación que siempre ha sido conflictiva para ellos; esto ha evocado unas tremendas movilizaciones de protesta en Francia hace algunos años.
–¿La precarización laboral es un fenómeno generacional o de época? –Hay una cosa epocal, una tendencia creciente a la inestabilidad laboral. Entre 1970 y la actualidad se redujo sistemáticamente el promedio de tiempo que permanece una persona en un mismo trabajo. Se ha instalado como algo normal el que una persona tenga distintos trabajos, en empresas distintas, y hasta en actividades diferentes, a lo largo de su vida. La velocidad del cambio productivo es muy grande, el trabajo ha perdido un poco la centralidad de ser el gran referente de la inclusión e integración sociales y, efectivamente, está menos protegido. Hay aspectos lógicos y otros ideológicos en este fenómeno.
–¿En qué se traduce cada uno? –La idea de que la flexibilización es necesaria en un mundo, tal y como se produce ahora, para mantener y elevar los niveles de productividad. Es una especie de dogma. En América latina, los que profesan la flexibilización fuerte de la productividad no lo hacen necesariamente a voluntad, porque hay poca inversión productiva. Siguen siendo países de baja productividad y con una profunda brecha en términos de productividad entre distintos grupos, entonces la productividad de la flexibilización no parece aportar. Distinto es el caso europeo.
–¿Qué lo distingue? Allí también hay muchas reivindicaciones de los trabajadores en contra de la flexibilización. –Pero allí la flexibilidad está amarrada a continuos procesos de negociación tripartita, entre el Estado, el mundo empresarial y el mundo del trabajador. Es un sistema completamente distinto que, además, va acompañado de un Estado de bienestar que amortigua los golpes y los mantiene en un estado de flexiseguridad.
–En España, más allá del alto nivel de desempleo actual, ya en 2006 y 2007 había un alto porcentaje de jóvenes con trabajos precarios. –España, particularmente, viene arrastrando una crisis desde el 2007, y hay que ver qué va a pasar de aquí hacia adelante. En el caso de los europeos, se cruzan varias cuestiones. Hay países con un endeudamiento público terrible y una necesidad de que el Estado sea garante frente a los bancos, entonces tienen fuertes procesos de ajuste que hacen que no se sepa cómo se mantendrá el gasto social. En esos países, los seguros de desempleo son un componente muy importante. El otro componente importante relacionado con el cambio demográfico es la salud para los viejos y las jubilaciones. Hay un signo de interrogación sobre cómo se va a compatibilizar, en el mediano plazo –aunque se supere la crisis–, el cambio demográfico con la sustentabilidad del Estado de bienestar.
–Frente a ese cambio demográfico, la inmigración ha sido un factor importante, porque les permitía detener el envejecimiento de la población y aportar a la seguridad social. –Claro, porque todos los inmigrantes son relativamente jóvenes y están en edad productiva plena. Eso lo seguirán usando aunque de manera bastante contradictoria porque van a regenerar brotes de sentimiento xenófobos.
–En Buenos Aires, la asociación civil Periodismo Social y la Universidad Austral realizaron un monitoreo sobre la cobertura de los temas de infancia y adolescencia en noticieros de TV argentina. Hallaron que el 12 por ciento de la cobertura está referida a jóvenes y que, de ese porcentaje, casi la mitad son noticias sobre hechos violentos. ¿Qué grado de incidencia cree que tienen los medios sobre la percepción social de los jóvenes? –Ese ejemplo es bastante universalizable. Los medios, en casi todos los países, están bastante invadidos por la crónica roja: cerca del 30 por ciento de las noticias es crónica roja. Hay una construcción mediática del joven que lo estigmatiza como potencial delincuente, potencial marginal. En el imaginario social hay construcción del joven como amenaza social. Eso luego pasa al discurso de la seguridad ciudadana. En ese marco, la juventud está asociada al discurso del riesgo y esto significaba que era el grupo que había que proteger. Luego, por una especie de vecindad semántica, pasó de ser grupo de riesgo para sí mismo a grupo de riesgo para los demás, es decir, generador del riesgo. Y como hoy el discurso de la seguridad ciudadana permea tan fuerte, en muchos países la gente dice: “el mayor problema de la sociedad es la inseguridad”, y lo vincula a este grupo de riesgo que es la juventud. Hay otro elemento más especulativo que, aunque no puedo comprobar, no descartaría.
–¿De qué se trata? –La juventud es un grupo que, por sus características de edad, como de cultura y educación, es una amenaza permanente de relevo en el trabajo para los adultos. La juventud está mucho más preparada para nuevas formas de flexibilización, formas de producir, un mundo más intensivo en tecnología y acceso al conocimiento en el trabajo cotidiano: son más adaptables, más plásticos, más dinámicos. Confieso que hay una construcción fóbica de la nueva generación como una generación que te va a desplazar en un momento en que uno no quiere ser desplazado. Es decir que puede haber por ese lado una sensación de amenaza también.
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