Es preferible abordar el universo estético sin caer en la distinción arbitraria entre lo bello y lo feo. Pero la K nos resultaba fea. Militantes entusiastas, diseñadores amateur, ¡cuántas frustraciones atravesamos intentando estilizarla! Si de muestra basta una K, ¿cómo olvidar aquel mapa con la K como columna verteb ...ral de nuestro país? ¿Qué pensarían quienes veían esa imagen cuando les proponíamos un país en serio? No sólo era fea. También, una intrusa en nuestro idioma. Casi no hay palabras españolas que se escriban con K. Y su presencia en el alfabeto sólo parece justificarse para pronunciar algunos nombres propios o para denominar pesos, capacidades o distancias. Pero además, ni siquiera es la habitante exclusiva de la posibilidad fonética que representa. La comparte con la C y la Q, para confirmar el limitado rigor lógico de nuestro idioma. La K no sirve para decir caca ni color ni cuello ni Cristo ni cruz. La K no sirve para preguntarnos qué queremos ni quienes somos. Entonces, ¿cómo sucedió la transformación, por qué la K dejó de ser un problema? Tratándose de la evolución de un idioma, le tomó un lapso bastante breve ganar presencia y llenarse de contenido y significado. Al mismo tiempo que un gran escritor convocó a jubilar la ortografía, millones de nuevos escribas habían impuesto su uso casi hasta el knsancio, en la web, en la escuela, en las paredes, en cualquiera de sus garabatos. El idioma seguía cambiando, era una primera pista de que la historia no había terminado. Y entonces vino Néstor. Néstor K. Era una K de ojos torcidos y zapatos gastados. Una K desaliñada y poco proclive al protocolo. Una K en la que comenzó a vislumbrarse la belleza de los feos, de los invisibles, de los grasitas, a fuerza de transitar con autenticidad por caminos que durante décadas habían permanecido ocultos, casi olvidados. Y cuando descubrieron que la K se había vuelto inmanejable, los apropiadores de todo lo que se lee, se ve y se oye, se le tiraron encima con todo el peso del odio. La quisieron ridiculizar, estigmatizar, desacreditar. Se detuvieron en cada uno de los detalles de su fealdad y se consagraron día a día a reprocharle miserias y a presagiar su fracaso. La K fue erigida en representación gráfica y fonética del atraso, el autoritarismo, la crispación y la intolerancia. Sin embargo, sólo consiguieron fortalecerla. Cada día eran más los que la mirarban con otros ojos. Y a medida que se fueron reconociendo entre sí, fueron perdiendo la timidez y comenzaron a descubrir la alegría y la fuerza que se expresaban en ella. Sí. La K se había ganado su nuevo espacio por méritos propios. Pero fue el odio desmesurado el que terminó de erigirla en la más orgullosa de las banderas. Sencilla, directa, mandó a quitar el retrato de la buena ortografía y llenó de nuevas voces el idioma. La K no tiene pretensiones de única y distintiva, como la Ñ, que fonéticamente no expresa más que una N seguida de I. “No es un Oscar, es un Néstor”, dijo alguna vez Luis Alberto Spinetta. Sí. Un Néstor K. La K y la V no sólo están emparentadas en nuestra simbología política. Algo similar sucede en el lenguaje de señas que utilizan los sordomudos. ¿Quién no se ha sorprendido contemplando una conversación entre ellos, en un tren, en un colectivo o en un bar? Muchos podían suponerlos en un universo de silencio. Pero es imposible no disfrutar cuando los descubrimos tan entusiastas, tan expresivos, tan charlatanes. Pues bien. En el lenguaje de esos sordomudos que no paran de hablar, para hacer la K, también hay que poner los dedos en V. Apenas si varía la posición del pulgar entre una y otra letra. La V y la K, voz de los sin voz. Allí la razón de ser del peronismo. Desde siempre, con sus dedos en V. Desde 2003, con la K como expresión gráfica, fonética y gestual, a partir del hombre que mejor interpretó esas nuevas señas y estableció una comunicación nueva, un vínculo cada vez más fuerte, capaz de despejar el miedo y reconstruir la confianza en nuestra capacidad para buscar nuestro propio camino. Se dirá que detenerse en la estética es contemplar las formas y restar importancia al contenido. Pero las formas muchas veces revelan con más autenticidad el contenido que su propio relato. Historiadores y politólogos nos han hablado de uno, tres, cuatro o cinco peronismos. No me siento con autoridad para revisar esas cuentas, pero prefiero pensar que hay sólo uno, que conservó la memoria de su dignidad alzando los dedos en V y que descubrió que el alma le volvía al cuerpo cuando una K le estalló en el medio del pecho.
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