sábado, 26 de noviembre de 2011

Se piensa en un alumno que ya no está

Inclusión escolar


Publicado el 25 de Noviembre de 2011

La inclusión de otros adolescentes en las escuelas es la contracara de largos y oscuros años de exclusión de gran parte de nuestra sociedad. Significa la restitución de derechos.
  El guardapolvo escolar es todo un símbolo de nuestra escuela sarmientina. De igualación social, de la defensa de la escuela pública. Pero también, objeto de disciplinamiento y vigilancia, o envoltorio de pretensión higienista. Estas cuestiones controversiales del guardapolvo nos ofrecen pistas para pensar la relación entre educación, igualdad e inclusión en la escuela. Nos permite poner bajo sospecha una asociación muy arraigada en nuestra memoria escolar: que la inclusión es sinónimo de homogeneización.
Aún perduran en nuestras retinas imágenes de multitudes de inmigrantes que pasaron por la maquinaria escolar que les dio la bienvenida a quienes venían a poblar la Argentina. En realidad, más que ‘bienvenir’ bien venía que los tanos, gallegos, polacos, y demás paisanos dejaran sus identidades en la puerta de la escuela. Que interrumpieran sus cocoliches para hablar nuestro castellano, que se calzaran la escarapela, y demás insignias celestes y blancas, que entonaran con firmeza el himno argentino, más allá de entender su letra, que incorporaran a nuevos próceres y gestas heroicas como nueva religión y todo eso como nuevo hormigón de valores para levantar un Estado y su Nación. En este sentido, incluir fue sinónimo de homogeneizar. Todos y todas adentro, pero de la misma forma, con las mismas cosas y todo aquello que se mostrara como distinto era inmediatamente congelado como diferencia, en su versión negativa, es decir, como deficiencia.
El diseño histórico de la escuela secundaria ha sido fuertemente selectivo, tanto en la elección de sus alumnos como de sus contenidos, reglas de juego y permanencias. En 1914, sólo el 3% de la población del país entre 13 y 18 años estaba escolarizada, recién en 1980 este porcentaje se elevaba al 38 por ciento. En 1991, alcanzaba casi el 60% para convertirse en el 71% en 2001. Podemos afirmar que de tres cuartos del siglo XX a esta parte, se produce una acelerada ampliación de la matrícula en la secundaria, un verdadero proceso de masificación escolar. La Ley de Educación Nacional. (2006) establece la obligatoriedad de asistir a la escuela a todos los adolescentes. He aquí una notable paradoja entre una escuela que ha sido selectiva (asunto que no sólo se mide por su formato, sino también por el modo en que se la piensa y se actúa en ella) y el ingreso de nuevas poblaciones. Más precisamente, montones de pibas y pibes son primera generación de sus familias entrando a la escuela secundaria.
Si los colegios le daban la espalda a ciertas portaciones de identidad de los pibes de los sectores medios, palpándolos de cultura juvenil en la puerta para que dejaran el ‘rock & roll’ afuera, qué podemos imaginar para la masiva ‘invasión’ de jóvenes de sectores populares ensanchando aun más la matrícula por la AUH de las últimas horas. La escuela ahora es un desfile de gorritas y capuchas, y al ‘rock & roll’ se le agregan la cumbia y el hip hop.
La inclusión de otros adolescentes en las escuelas es la contracara de largos y oscuros años de exclusión de gran parte de nuestra sociedad. Significa restitución de derechos y aún hay muchos adolescentes fuera de la escuela. Es medular una ley que establece la obligatoriedad, pero es un punto de partida y un desafío enorme para la escuela. Se trata de un proceso a construir, de corto, mediano y largo plazo, que compromete varios asuntos. Por un lado, el de las decisiones de política educativa que garantice mejores condiciones edilicias, materiales, laborales, que respalden el sostenimiento de la inclusión y sus desafíos pedagógicos. Por otro lado, la revisión de un ideal de alumno que ha sido dominante en la mentalidad pedagógica de la escuela secundaria, ninguneando otras formas de ejercer “el oficio de alumno”. Habrá que darse cuenta de que muchas veces se le habla a un alumno que ya no está allí. Ese que está es otro al que hay que conocer más y mejor.
Hace unos días, en una jornada de capacitación en el Conurbano un directivo de una secundaria agrotécnica afirmaba con lucidez y mucha convicción, que la inclusión tiene que ver con el compromiso que el adulto tiene con el alumno, y luego fue más preciso: incluir es involucrarse con el problema del adolescente.
Los procesos de inclusión implican múltiples desafíos, que son centralmente políticos y pedagógicos. Y significa poner en juego una diversidad de estrategias pedagógicas para que todos los adolescentes se transformen en alumnos, no para permanecer (estado que me suena a mantenerse, a un mientras tanto) sino para aprender y crecer como sujetos y luego egresar de la escuela.
Incluir será asumir como ganada la apuesta a pesar de lo incierto de su resultado. Tiene que ver con la posición que se asume frente a la alteridad. Si se trata de otro que es amenaza permanente, haciéndole el juego a la construcción mediática del pibe gorrita, vago atorrante y peligroso. Si es un otro al que se intenta invisibilizar por distintos medios, ajustándolo al “no sabe no contesta”, o naturalizando que permanezca un tiempo, reincida y abandone. O si se trata de una alteridad que tiene cosas para dar, alguien que puede complementar a pares y adultos; que sólo es cuestión de comprender que lo escolar siempre ha sido cosa ajena para él o ella, que nunca es fácil jugar de visitante y que estaría bueno que pudiera jugar de local.

TIEMPO ARGENTINO

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