Periodista, escritor y politólogo.
Fue uno de los pocos miembros de la oligarquía conservadora que llevó adelante un ‘hito civilizatorio’ como es su obra educativa. Sarmiento obligó a su clase a renunciar a su interés pecuniario para beneficiar a las mayorías.
Llevar adelante una batalla cultural incluye, obviamente, dar una discusión sobre el pasado común. Significa barajar de nuevo las cartas de la memoria colectiva, volver a debatir hitos, momentos nodales, encrucijadas, vísperas, causas y consecuencias y también responsabilidades por parte de los protagonistas de la historia. Un movimiento hegemónico –dicho esto en términos descriptivos y no bajo el influjo de un ataque de pánico opositor– debe ofrecer también una mirada política sobre la historia y reformular el panteón de héroes y de instantes fundacionales. Se trata de construir operaciones histórico-culturales que permitan tomar un hecho del pasado, reelaborarlo, resignificarlo y vivificarlo, y que nos sirva de metáfora para interpelar e interpretar el presente.
El yrigoyenismo lo hizo con el federalismo rosista, el peronismo asumió cierto costado de la tradición federal-yrigoyenista, la Revolución Libertadora se vio a sí misma como la continuación de la campaña de 1840 de Juan Galo de Lavalle, la Juventud Peronista llevó al paroxismo esa operación con el puente directo que trazaron con las montoneras del siglo XIX y la dictadura militar, claro, se identificó con el brutal proceso de organización nacional que llevó adelante Bartolomé Mitre y sus coroneles orientales que sembraron el terror en las provincias disidentes. Raúl Alfonsín hizo lo propio con la fundación de la democracia y la sanción de la Constitución de 1853 –con su elaboración del “patriotismo constitucionalista”– y Carlos Menem inició su campaña como Facundo Quiroga y la terminó como Julio Argentino Roca.
El Bicentenario fue la gran operación histórico-cultural del kirchnerismo. Allí quedó plasmada con claridad su mirada sobre el pasado común de los argentinos. Y esa presentación concluyó con el homenaje a Juan Manuel de Rosas en la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre pasado. Los más distraídos podrán creer que detrás de la necesaria reparación histórica de la figura del “Restaurador de las Leyes” y, sobre todo, de los héroes que en aquellas barrancas retuvieron a la mayor armada del mundo, se encuentra el “viejo revisionismo agazapado”. Pero estarían equivocados.
El “revisionismo histórico” nace como una respuesta a las grandes operaciones culturales del liberalismo conservador. Tiene un primer estadio de corte nacionalista reaccionario y ve a Rosas como un paladín del orden, de la paz de las estancias, del retorno de lo hispano. El segundo momento del revisionismo está ligado a la experiencia popular del forjismo y el primer peronismo. En este momento, Rosas es revitalizado no sólo por su condición de “estanciero”, sino fundamentalmente como un símbolo de la soberanía política y la independencia económica, dos valores fundamentales para la concepción peronista del Estado y las relaciones internacionales. Es en esta etapa en que se incluye el ingreso de los caudillos federales al panteón de los héroes. La historia se vuelve plebeya y los protagonistas comienzan a ser los “pueblos”, antes que los líderes individuales.
Un tercer estadio es la inclusión del marxismo con sus herramientas de análisis para interpretar el pasado histórico. Los sectores sociales, las luchas de clases, los movimientos y las representaciones del bajo pueblo y sus líderes y representaciones forman parte de los estudios realizados entre finales de los años cincuenta y setenta. El fin de siglo y la crisis de 2001 convocaron a la sociedad a pensarse a sí misma nuevamente y a reflexionar sobre su pasado reciente, pero también sobre toda su historia. Y surgió lo que se denomina, no sin cierta imprecisión, el “neo-revisionismo histórico”, es decir una nueva mirada política sobre la historia. Ha crecido tanto esa corriente que, actualmente, se organizó en torno al incipiente Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego, cuyo presidente es Mario ‘Pacho’ O’Donnell, y en el que participamos Araceli Bellota, Felipe Pigna, Eduardo Rosa, Eduardo Anguita, Roberto Caballero, Víctor Ramos, Pablo Vázquez y yo, entre otros.
Si uno debiera operacionalizar la categoría “revisionismo” tendría que prestar atención a algunos valores de ciertas variables: a) una concepción nacionalista del pasado, ya sea esencialista, culturalista, territorial o económico, b) Preocupación por la conducta individual respecto de infidelidades económicas y actos de corrupción, c) una mayor cercanía a la experiencia federal con sus vaivenes respecto de Rosas y los caudillos, d) estudio de la incidencia de las potencias mundiales en las políticas criollas, e) responsabilidad de las elites oligárquicas sobre el estado del país, y f) una tenaz persistencia en el estudio por los sectores subalternos de la economía, lo político y lo social.
Hoy es 11 de septiembre y se festeja, en todo el país, el Día del Maestro, en conmemoración de un nuevo aniversario del día de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, uno de los protagonistas de la organización nacional más controvertidos para el revisionismo histórico y el pensamiento nacional. Sarmiento es, sin dudas, el más progresista de los liberales. Y al mismo tiempo es el más brutal de los liberales. Es imposible no estremecerse ante las barbaridades que “el padre del aula” dice en sus escritos y sus discursos contra negros, gauchos, indios, judíos, italianos, españoles. También es imposible dejar de sentir pavura ante las atrocidades cometidas por sus subordinados en su campaña contra el Chacho Ángel Peñaloza en La Rioja, por ejemplo. Todos recordamos el consejo del sanjuanino de “no ahorrar sangre de gaucho” porque sólo sirve de “abono para la tierra”.
La historiografía oficial sigue considerando a Sarmiento un prócer inmaculado y excusa sus brutalidades aduciendo que era “el clima de época”. Creo que las circunstancias explican, pero no exculpan. Y bajo el latiguillo de “clima de época” se puede justificar, tanto a Sarmiento como a Rosas, como a Videla. Pero creo que el revisionismo tiene que dar un salto de calidad –Araceli Bellota me hizo comprender esto respecto del autor del Facundo– y complejizar los períodos y los personajes históricos. Sarmiento no es el “gran educador” o el “intelectual de la barbarie civilizada aplicada”. Quizás haya que asumir la conjunción copulativa. Sarmiento es una cosa y la otra. Es un fabuloso escritor y un matador de gauchos, un educador y un putañero, un hombre de fe en el progreso y un “tilingo” admirador de Europa hasta 1847, y de Estados Unidos luego.
Pero es, por sobre todas la cosas, uno de los pocos miembros de esa clase dirigente conocida como la oligarquía conservadora –quizás porque no pertenecía a ese sector social– que llevó adelante, en términos de Norbert Elías, un “hito civilizatorio” como es su obra educativa. ¿Por qué es civilizatorio? No lo es porque educó a millones de argentinos, sino porque supuso un compromiso por parte de una dirigencia de refrenar su interés particular, natural, primario, en función de un bien social. Sarmiento obligó a su clase a renunciar a su interés pecuniario para beneficiar a las mayorías.
Me gustan los personajes diagonales, contradictorios, que tienden lazos entre paralelas aparentemente irreconciliables. Eso fueron Mariano Moreno, Manuel Dorrego, Juan Bautista Alberdi, Sarmiento, Leandro Alem, el mismo Perón, incluso. Y si uno lo analiza con cierta profundidad –el presente siempre nubla la posibilidad de un análisis certero– quizás la actual presidenta de la Nación sea una política que tienda diagonales –perdón por la metáfora futbolera– entre el movimiento nacional y popular y el liberalismo republicano.
He leído y reflexionado mucho sobre Sarmiento en estos meses. Partí del prejuicio y logré adentrarme en la complejidad de un personaje desmesurado y exuberante, americano, más americano de lo que él mismo se reconocía. Hoy creo que el revisionismo histórico, y el pensamiento nacional, popular, progresista, democrático, debe –perdón por la descortesía de la prescripción– volver a mirar a Sarmiento. Y debe agarrarlo de las solapas. No para hacerlo “propio”. Pero sí para que no se lleve a su panteón el liberalismo conservador y lo convierta en algo que ni siquiera el propio autor de Argirópolis permitiría. Quizás sea tiempo de que sobre Sarmiento se realice un fino y preciso trabajo de restauración –como si se tratara de un fresco antiguo– por parte del revisionismo histórico.
TIEMPO ARGENTINO
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