Por Julián Bruschtein
Nunca hubo denuncia, nadie vio una agresión, no se conocen heridos ni muertos. Quiere decir que los presos que son sacados de la cárcel por el Gobierno para formar grupos de choque tienen la complicidad de los grandes medios que no dan cuenta de esos hechos. Resulta abstruso, pero los grandes medios que no han denunciado nunca que se produjeran estos ataques son los mismos que machacan permanentemente que los sacan para hacerlos, como si la gravedad estuviera en sacarlos y no en supuestos ataques que no se han denunciado porque nunca ocurrieron.
Además, y como es de público conocimiento, si no fuera por los presos que el Gobierno saca de las cárceles no podría llenar ni una bañadera y no tendría militantes para hacer política. Más abstruso todavía es pensar que el Gobierno que ganó con el 55 por ciento de los votos, que acaba de incorporar en masa a una generación de nuevos militantes y el que más ha movilizado en los últimos cincuenta años, necesita sacar a los presos para hacer política.
Hay un mundo virtual esquizofrénico que enferma a la sociedad. Y al mismo tiempo es un arma cargada a punto de disparar. No importa que la mentira sea contradictoria, que no tenga sustento. Por el solo hecho de presentarla como una verdad, el público tiene que aceptarla. Pero resulta enfermante recibir un mensaje mentiroso con todos los atributos de la verdad. En esa digresión hay un germen de locura y violencia. Porque además se trata de un tema que tiene que ver con la sobrevivencia. Se toma un hecho de los más positivos que puede generar la militancia política, se lo da vuelta y demoniza y finalmente se difunde el miedo: “Los peores asesinos son sacados para ir a los actos K”.
Ya no se trata de un problema de enfoque, ni de pensar diferente, de ser “independiente” o de asumir una mirada crítica. En esa esquizofrenia inducida –porque el absurdo es tan evidente y la información reclama agresivamente ser aceptada con esa tosquedad– está la intención del comunicador de imponer que su discurso sea más valorado que la realidad. El periodista le está diciendo a su público: “La realidad soy yo” y desde ese poder le agrega: “Te van a matar”.
El comunicador o el medio asumen así un protagonismo narcisista, centrado en sí, donde desplaza al público o a lo público. Es público de sí mismo y lo otro sólo existe en tanto lo vea y escuche y lo demás importa un pepino. Es uno de los peligros del ejercicio del periodismo en una era, o en el marco de una cultura, donde la fama es más fuerte que el prestigio, por lo que se está dispuesto a sacrificar reputación para tener más de notoriedad. Son los riesgos también de ejercer esta profesión cuando hay un gobierno que realiza cambios en la sociedad que terminan con el paternalismo del centroderecha y enfurecen a las grandes empresas periodísticas.
El encarnizamiento de Clarín –a través de Jorge Lanata– contra Víctor Hugo Morales tiene algo de esa patología y además toma la forma de una operación político mediática. La parte más importante de la carrera profesional de Víctor Hugo transcurrió en Argentina. Resulta hasta sospechoso que se publique un libro en Uruguay para que se venda más y tenga más repercusión en Argentina. La intención es evidente: se hace en Uruguay para darle más visos de credibilidad a una información que objetivamente tiene más el aspecto de un pequeño chisme. Los autores del libro contra Morales han publicado otros sobre los tupamaros en los cuales tratan de instalar lo mismo que en Argentina quieren hacer los seguidores de Cecilia Pando en relación con lo que llaman “la verdad histórica”.
La denuncia de haber sido amigo de un militar durante la dictadura en Uruguay resulta insólita porque proviene de un medio que estuvo asociado a la dictadura en Argentina. La información del libro no tiene interés periodístico porque la anécdota que cuenta es mínima si no fuera inflada y adornada o si se la compara con la relación que tuvo con la dictadura el medio donde trabaja Lanata. La única consecuencia que buscan es neutralizar la proyección de Morales como comunicador. Pero no lo hacen, en todo caso, por la vía más legítima de desmenuzar su discurso, de buscarle ausencias o contradicciones, sino que buscan el ataque personal. Le pondrán mil excusas, pero allí, en ese mecanismo artero que usan para atacarlo, queda expuesta la actitud miserable. Todos los ataques que le han hecho a Víctor Hugo Morales fueron desde su vida privada: sus amistades, lo que gana o deja de ganar o lo que les paga o no a sus colaboradores. Eso es mal periodismo. Si ninguno de sus atacantes cuestionó su discurso será porque lo consideran verídico o inatacable. En realidad, como se trata de una operación no quieren aparecer atacando lo único que les interesa. Prefieren hacerlo en forma indirecta, destruyéndolo a él como emisor.
Mal le va a una Argentina cuyo gobierno trata como seres humanos a sus peores reos, un país que tiene un periodista que estuvo preso, era vigilado por los servicios de inteligencia de la dictadura y que debió exiliarse, pero que una vez saludó a un militar.
De mal en peor, porque así como el ataque personal contra Víctor Hugo Morales busca silenciar su voz, el amarillismo utilizado en la información sobre las cárceles busca también frenar uno de los pocos avances que se han logrado en políticas penitenciarias que en general mantienen su rasgo feudal de castigos, maltratos y reproductores de delincuentes. De la misma manera busca demonizar una de las actividades más solidarias que puede realizar un activista político, religioso o estudiantil de cualquier signo.
Una parte importante de la sociedad piensa que ayudar a los pobres y a los enfermos es solidario, pero ayudar a los presos es pasarse al bando de la delincuencia. Esa parte de la sociedad lo ve así y el amarillismo echa raíz en esa mirada: la cárcel tiene que ser castigo y revancha de la sociedad; un delincuente nunca dejará de serlo; la vida de un delincuente tiene que ser un eterno entrar y salir de la cárcel porque en definitiva no se trata de seres humanos con posibilidad de cambio. Son algunas de las verdades de esa creencia tan extendida.
Sin embargo, si hay una posibilidad de cambio, tendría que estar en la cárcel, siempre que ésta no reproduzca las mismas condiciones que hicieron al delincuente. Por lo general, las cárceles son amplificadoras de esas condiciones y por lo tanto toman la forma de fábricas de delincuencia. Con otras políticas sería posible cortar ese destino eterno de entrar y salir del calabozo. Esa posibilidad está en resocializar a los detenidos. Hay organizaciones que intentan llevar esas actividades a la vida carcelaria. Franja Morada lo hizo en los ’80 cuando se crearon las delegaciones de la UBA en las cárceles. En ese momento Sergio Schoklender fue uno de sus referentes y se trataba de una agrupación política haciendo actividades que en última instancia eran educativas, pero también políticas.
No ha habido cambios de fondo en este tema, pero sí intentos que por mínimos que hayan sido para muchos detenidos marcaron la diferencia entre la vida y la muerte o la reincidencia. El Vatayón Militante y el titular del Servicio Penitenciario Federal, Víctor Hortel, encarnan uno de los ensayos más importantes para abordar una tarea que la mayoría desprecia o de la que pocos quieren hacerse cargo. Son políticas de resocialización y trato humano que, con altibajos y muchos tropiezos, han permitido bajar el índice de reincidencia de más del 50 por ciento que había antes, a menos del 22 por ciento.
Se habla de politizar las cárceles como si se tratara de una picardía de punteros o capos carcelarios. Lo que llaman “politización” en todo caso es incluso una forma de resocializar, de asumir una responsabilidad frente a la comunidad, de relacionarse con ella a partir de esa responsabilidad, pero es perverso pensar que una fuerza política necesite reclutar allí dentro. Es más, los dirigentes políticos de las diferentes fuerzas deberían dar charlas o participar en actividades en los penales. Una persona no pierde su condición humana al ingresar a una cárcel por haber cometido un delito, por grave que sea, y además una forma de luchar contra la inseguridad es disminuir el índice de reincidencia.
La militancia se basa en el deseo de transformar a la sociedad. Sobre ese deseo se genera la participación en las cárceles para organizar actos culturales, talleres de música, de murga, de teatro o de fotografía que por supuesto también son políticos. No se organizan mitines políticos. Son organizaciones políticas que organizan actividades que por lo tanto también tienen una esencia política y hasta se diría que es lo mejor de la política, porque es la que se atreve a afrontar las situaciones más difíciles allí donde las agrupaciones partidarias tendrán un rédito mínimo si es que lo tienen. Y por eso es una militancia que muy pocos realizan y que muchos debieran realizar
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